jueves, 9 de octubre de 2025

LA SOLEDAD O EL HOMBRE QUE AMABA LAS ISLAS

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Una biografía


FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO 
 
Algo de su biografía: 

Fue una vida asombrosa. Rousseau nació en 1712, en Ginebra. Nunca fue a la escuela, y menos aún a la universidad. A los dieciséis años, abandonó su puesto de aprendiz y se marchó a Francia. Durante veinte años fue tirando, más mal que bien, como músico, profesor particular y secretario. Se dejaba llevar, emprendía todo tipo de proyectos y estudiaba el libro de la vida. Todo el tiempo le dominaba el difuso malestar de una persona que aún no sabe qué es lo que quiere. Luego llegó el año 1750, y con él, el golpe de castigo. En un ensayo descarado –y escandalosamente poco científico–, Rousseau negó que la ciencia y la cultura hayan mejorado al ser humano, y sostuvo que, por el contrario, sólo lo han distanciado de su naturaleza original, que es noble y pura. El ensayo de Rousseau fue una patada en la espinilla de la Ilustración filosófica, que hasta ese momento había dominado intelectualmente el siglo. Los representantes de la Ilustración, en especial Voltaire, creían en las ventajas de la educación, la ciencia y el progreso técnico. ¡Y ahora venía un dudoso provinciano y garabateaba un panfleto provocativo que tocaba la fibra sensible de la época! Las academias y los salones reaccionaron con rabia y embelesamiento. Rousseau era el último grito. Y entonces se produjo el segundo milagro. Un cínico habría sacado provecho de ese éxito sensacional y habría saneado sus finanzas para el resto de su vida. En efecto, los reyes y los príncipes de la época consideraban un honor ocuparse de que los héroes de la industria cultural llevaran una vida confortable. Pero Rousseau no quería pensiones ni prebendas. Se le ocurrió la arriesgada idea de intentar hacer realidad sus ideales. Quería llevar una vida ejemplar, de modestas pretensiones, en restos y los trasladaron a París durante la Revolución, descansó en paz en un sitio que reflejaba toda su vida: en una isla idílica para él solo. Guardemos un minuto de silencio por este filósofo. Se lo merece. Si hubiese un ranking de los pensadores más influyentes de todos los tiempos, Rousseau estaría en el Top Ten. Además, casi nadie abordó el tema de la soledad con tanta pasión como él.

Impacto de sus ideas expresadas en sus libros

El tercer milagro fue que todos los libros que Rousseau publicó en los años siguientes cayeron como una bomba. Escribió una novela, y Julia se convirtió en la novela del siglo. Escribió una utopía política, y El contrato social se convirtió en el programa de la Revolución Francesa. Escribió un ensayo sobre la educación infantil, y Emilio se convirtió en una obra maestra que hizo que hasta Kant perdiera el equilibrio mental y que aún hoy conserva casi intacta su fascinante frescura. Por último, escribió una autobiografía y causó un escándalo (póstumo), porque fue
el primer autor que se atrevió a someterse a un psicoanálisis completo, sin dejar de lado el aspecto sexual. 

Para valorar en su justa dimensión el fenómeno Rousseau, hay que compararlo con su gran adversario, Voltaire. Hoy en día las obras de Voltaire parecen, en el mejor de los casos, condicionadas por su época y, en el peor de los casos, pueriles. Hasta el tantas veces citado Cándido no es más que un chiste explicado con pelos y señales. En cambio, Rousseau sigue siendo un desafío y un placer. Es uno de los grandes autores intemporales, una inagotable fuente de inspiración. Hasta aquí todo iba bien.
*
Pero el modo de vivir de Rousseau tenía un inconveniente: sumió cada vez más al filósofo en el aislamiento (del it. isola = «isla») mental y, por momentos, espacial. En 1765, James Watt estaba construyendo la primera máquina de vapor y en la Universidad de Leipzig se matriculaba un joven llamado Goethe; mientras tanto, Rousseau huía de las autoridades francesas. La Iglesia católica y el Tribunal de París habían prohibido Emilio, porque era un libro que «destruía los fundamentos de la religión cristiana». Un crimen capital. Rousseau no estaba a salvo de la persecución ni en su Suiza natal. Los campesinos de Môtiers, la aldea de montaña donde provisoriamente había encontrado asilo, se agruparon y arrojaron piedras contra su casa. Rousseau, teniendo presente el destino de Sócrates, emprendió la huida y se retiró a la isla de Peter en el lago de Biel, un lugar idílico donde sólo había una casa. Allí pasó unas semanas de ensueño, a pesar de todas las preocupaciones existenciales. En sus memorias, escribe: «Creo que aquellos dos meses fueron los mejores de mi vida (...). 

Todas las actividades que emprendí mientras estuve allí no fueron otra cosa que placenteras y necesarias ocupaciones de alguien entregado al ocio. (...) Como no quería emprender más tareas que requirieran esfuerzo, necesitaba encontrar un entretenimiento, una actividad que me gustara y que no me ocasionara más molestias de las que está dispuesta a tomarse una persona perezosa».
A Rousseau se le ocurrió estudiar la flora de la isla. Cuando se cansaba de la botánica, se iba a remar al lago. «Me estiraba en el bote cuan largo era, con los ojos vueltos hacia el cielo, y me dejaba mecer por el agua, a veces durante horas, sumido en miles de confusas, pero deliciosas ensoñaciones.»

La experiencia de la isla y su significado filosófico en Rousseau 
 
Vamos a detenernos para plantear una pregunta: ¿por qué el filósofo se siente tan feliz en la isla? ¿Y qué es exactamente una isla?
Las islas están separadas del resto del mundo. Son un universo en sí mismas. En las islas, las agujas del reloj avanzan de manera diferente. La isla ideal no se rige por horarios de trenes ni de servicio. En vez del reloj para fichar, lo que importa son las estaciones del año, el tiempo
y las mareas.

Las islas son limitadas y abarcables, sus márgenes pueden medirse a pasos. ¡Esto es muy importante! Por mi parte, sólo me siento como en casa en una isla una vez que le he dado una vuelta completa. La vuelta ha de poder darse en un día; de lo contrario, no se trata para mí de una verdadera isla. El número de habitantes también ha de ser limitado. En una auténtica isla, todos se conocen. Las puertas de las casas no se cierran. La isla es un lugar de confianza.
La isla es un trozo de tierra en poder del agua. Los arrecifes tiemblan cuando la marea viva rompe contra ellos. El viento es húmedo y cargado de sal. En las islas, los monumentos de la civilización se desmoronan con más rapidez que en tierra firme; los elementos se comportan de un modo caprichoso e incontrolable. Aislamiento en la distancia, idílica sensación de seguridad, espíritu abierto a la naturaleza: todo esto hace de las islas un espejo del hombre romántico. En la isla, el hombre romántico se descubre a sí mismo como un individuo aislado de la sociedad, como un yo en armonía y en lucha consigo mismo. 
 

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