lunes, 22 de septiembre de 2025

El amor o el demonio agridulce

PRESENTACIÓN COMPLEMENTARIA  

Fragmento 

LA RAÍZ INFANTIL DEL AMOR EXPLICADA EN EL DIÁLOGO "EL BANQUETE" DE PLATÓN  

Si localizamos las raíces del amor en el nacimiento, es lógico que el amor nos enseñe dos caras: la infantil, del ansia y la veneración, y la maternal, de la entrega. La primera nunca se ha explicado de una manera tan fascinante como en El banquete. Cuando el comediógrafo Aristófanes termina de contar el mito de los hombres esféricos, toma la palabra Sócrates. A su juicio, Eros es un daímon, una suerte de ángel veloz que actúa de intermediario entre el reino de los dioses y el mundo de los mortales. «Pues la divinidad no se acerca directamente al ser humano; todo el trato y el diálogo de los dioses con los hombres se efectúa a través de la mediación de lo demoníaco, tanto en la vigilia como en el sueño.» 
 
 EROS, EL PEQUEÑO DEMONIO QUE HIERE EL LAMA CON SUS FLECHAS
 
EL AMOR Y LAS FORMAS DE INMORTALIDAD
 
El infatigable daímon despierta en el ser humano el anhelo de lo bello (que en la concepción clásica es idéntico a lo bueno y lo verdadero). Pero a los enamorados no les basta con poseer lo bello, también quieren engendrar belleza.
«Todas las personas llevan en sí una simiente, en el cuerpo y en el alma, y cuando alcanzamos una cierta edad, nuestra naturaleza ansía procrear.» La reproducción tiene un sentido más profundo. Para los seres humanos, representa la mayor aproximación posible a la vida eterna. Así pues, el amor siempre tiene la intención de alcanzar la inmortalidad, es un intento de escapar de la cárcel del tiempo.

Cuando un hombre es poseído por el Eros físico, se busca una mujer para producir con ella descendientes: garantes de una vida después de la muerte (al menos, en forma de genes). Quien es poseído por el Eros espiritual, se perpetúa a través de actividades creativas. 
 
Para Platón no cabe duda de cuál de las dos formas de inmortalidad debería preferir el filósofo. Al fin y al cabo, lo que le importa al filósofo es el amor al ideal. Y éste se alcanza escalando los cinco peldaños de un camino iniciático. El novicio en el misterio del amor se enamora de un cuerpo bello (1). Le siguen el amor a la belleza física en general (2), el amor a la belleza espiritual (3), el amor a las acciones y los conocimientos bellos (4). Por último, en el nivel más alto –rozando la esfera de los dioses– el filósofo contempla la idea de la belleza (5). «Si es que para los seres humanos en algún momento merece la pena existir, es en este punto de la vida: en la contemplación de lo bello en sí.»
 
 LA ELEVACIÓN DEL AMOR A CATEGORÍA RELIGIOSA
 
Todo esto suena bastante elevado, y, en efecto, el discurso de Sócrates se basa en la doctrina esotérica de los misterios de Eleusis. Sin embargo, la elevación del amor a la categoría de religión es una práctica corriente en muchas culturas. Basta pensar en el Kamasutra, la escuela del amor del tantrismo hindú, y en los relieves eróticos de los templos que inspiró. O en la explicación mística del amor del Cantar de los Cantares de Salomón: «¡Qué hermosa eres, amiga mía, qué hermosa eres! Son tus ojos como palomas detrás de tu velo. Tus cabellos como de los rebaños de cabras que vienen del monte Galaad (...) Tus dos pechos son como dos gamitos mellizos, que están paciendo entre lirios. (...) Toda eres hermosa, amiga mía;
no hay defecto alguno en ti». 

En este aspecto, el Eros de Sócrates es más acertado que el modelo de los hombres esféricos. Cuando amamos, no buscamos a alguien semejante a nosotros: sabemos demasiado bien qué miserables bastardos somos (magníficos en nuestras posibilidades, nulos para su realización). Buscamos en el otro al ser superior que nos puede elevar hasta su altura, que nos puede educar para sacar lo mejor de nosotros mismos, ya sea el semidiós de blanco de la novela médica o, para el trovador, la gran dama que le regala una sonrisa desde la azotea. El que ama quiere admirar, quiere venerar. Si mal no recuerdo, la princesa del cuento de hadas del chico de catorce años llevaba una aureola de cabellos dorados, y lo que prometía su boca de fresa no era una «pareja abierta», sino la redención.

EL AMOR DESINTERESADO O ÁGAPE 
  
Y así se nos revela la segunda cara del amor, el rostro bondadoso de Lady Madonna. Este amor no carece de nada, ni reclama nada para sí. Se realiza brindándose. No se dedica preferentemente a lo que es digno de ser amado por su belleza, sino que reparte desinteresadamente la luz y el calor de su gracia por todo el mundo. Incluso lo que carece de belleza y valor en sí mismo se vuelve digno de ser amado gracias a su reflejo. A este amor están dedicadas las famosas líneas de la epístola de san Pablo: «El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser». 
 
Se sobrentiende que este amor no tiene nada que ver con las glándulas sexuales. Para evitar malentendidos –y para diferenciarlo del demoníaco Eros–, el Nuevo Testamento le dio el buen nombre de agápe. El agápe caracteriza a la relación de los padres hacia sus hijos, o debería caracterizarla. En términos cristianos, es también el amor de Dios hacia los seres humanos; y, en tercer lugar, es el amor al prójimo, que ve a su semejante –incluso al enemigo o a un muchacho aterido que vende periódicos– como un hermano.
 


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Síntesis del diálogo platónico EL BANQUETE



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